
El oro blanco de Xtampú: El relato de un salinero
El sol no da tregua en Xtampú.
Golpea las salinas costeras de Yucatán como un martillo, rebotando en la tierra pálida y el agua con un resplandor tan feroz que podría cegar a cualquiera sin previo aviso. Pero José Guadalupe Chi Aké lleva treinta años enfrentándolo, armado con nada más que unos lentes de sol reflejantes, una gorra desgastada y un puñado de historias tan ricas y complejas como los cristales de sal que recolecta.
Con una camiseta sin mangas empapada en sudor y unas viejas bermudas, José se mueve con la cadencia precisa de alguien que conoce la sal desde mucho antes de que los teléfonos inteligentes o los influencers empezaran a presumir las lagunas color rosa pastel en Instagram. Su piel, curtida por años de sol y sal, está agrietada en algunos puntos, pero nada escapa su mirada, escondidos tras los lentes que reflejan el mundo al revés.
“No necesito mucho”, me dice mientras clava el filo del machete en la superficie cristalizada del estanque como un ¡tac! “Sólo este machete, esta pala y un canasto. Con eso basta para ganarse la vida, si conoces la sal”.
El estanque en el que trabaja es un parche resplandeciente de agua poco profunda, teñida de rosa por algas y microorganismos, rodeado por diques planos y lonas negras para secar la sal. A su alrededor, un pequeño equipo de salineros se mueve con energía, cada grupo encargado de una sección específica de este sitio ancestral. Sus risas atraviesan el silencio entre ráfagas de viento y el lejano grito de un flamenco.
Las salineras de Xtampú
Esto es Xtampú, una salinera que ha producido el preciado “oro blanco” de los mayas durante más de mil años.
“Aquí hay historia, hermano,” dice José mientras se agacha y empieza a raspar la sal con su pala. “¿Ves dónde estás parado? Esa es tierra sagrada. Los mayas construyeron su ciudad justo allá—Xcambó. Era grande. Tenía caminos, un puerto, comerciaban hasta con los olmecas y zapotecas”.
Sus manos se mueven con rapidez. La sal se astilla en fragmentos cristalinos que recoge con sus dedos curtidos y mete en una gran canasta. Los músculos de sus antebrazos se tensan al levantarla.
“Mira, esta sal”, continúa mientras se la carga al hombro, “no es sólo para darle sabor a la comida. Es medicina. Es cultura. Es comercio. Con esto pagamos la escuela, compramos nuestras tortillas”.
La sal de estas charcas tiene un uso poco conocido en la industria local: es utilizada por los productores de pepino, quienes procesan equinodermos—sí, pepinos de mar—que son eviscerados, lavados, hervidos y luego conservados con sal. Es un mercado de nicho, pero de muy alto valor, que entrelaza la vida marina, la tierra y la tradición en un sólo ecosistema de supervivencia.
Recorridos por las salineras de Xtampú
José no es sólo un salinero: es un sabio de la sal. Un verdadero conocedor. Los turistas que llegan hasta Xtampú a veces tienen la suerte de que él mismo los guíe por el lugar.
“A la gente le gustan las historias”, dice con una sonrisa. “Así que les cuento cómo mi abuelo me enseñó a reconocer el olor de la sal antes de que siquiera la trabajara. O cómo la sal habla cuando ya está lista. ¿Sabías eso? Hace un sonido bajo el machete cuando es momento de recogerla”.
Detrás de él se oye el zumbido de un motor, una de las pocas incorporaciones modernas a esta práctica ancestral. Un pozo de agua dulce cercano alimenta las mangueras que se usan para enjuagar la sal cuando la lluvia enturbia los cristales o la mezcla con arena. Estas herramientas fueron donadas por alguien que creyó en los trabajadores, en su proyecto, en su orgullo. Y el orgullo se siente en todas partes: no sólo en el trabajo, sino en la tierra, en la historia, en la sal misma.
“Nuestra sal es mejor que la que venden en las tiendas”, asegura José. “¿Sal refinada? Eso son puros químicos. Lo que hacemos aquí tiene minerales, vida. El cuerpo nota la diferencia”.
Cómo se produce artesanalmente la sal en Yucatán
Después de lavarla y secarla al sol—o bajo la luz de la luna, para quienes prefieren trabajar en el fresco de la noche—la sal se empaca en costales de rafia y se envía a Mérida. Un kilo puede venderse hasta en $1,200 pesos una vez procesado, un buen precio considerando que en un buen día, con el ánimo alto del equipo, se pueden juntar hasta 500 kilos.
“Trabajamos rápido si las nubes nos lo permiten”, explica José. “Pero esto no es una carrera. Si vas muy rápido, la sal no sirve. Hay que escuchar al agua, al viento”.
Y la tierra, de alguna manera, también escucha.
Xtampú, una fuente ancestral de sal
El paisaje está salpicado de charcas, pozas de agua salobre donde se alimentan los flamencos. No muy lejos de ahí, las ruinas de Xcambó se alzan como dientes rotos que emergen de la tierra, los restos de una ciudad construida por ingenieros que la elevaron por encima del nivel del mar con piedra caliza apisonada y arena. Las salineras que diseñaron siguen en uso, no sólo conservadas, sino habitadas, respiradas, trabajadas día con día.
“Incluso nuestros antepasados”, dice José, “no usaban máquinas. Pero sabían leer al sol y al mar. Todo se ha ido pasando”.
Hay una especie de poesía en la sal: su crudeza, su pureza, la forma en que cristaliza la historia en algo tangible. La modernidad ha reemplazado gran parte de ella por productos procesados y llenos de aditivos.* Las ventas han disminuido en los últimos años. Pero hay un resurgimiento silencioso, impulsado por una nueva ola de consumidores que buscan reconectar con métodos antiguos, con la sostenibilidad, con la salud.
“Cada vez viene más gente”, comenta José. “No sólo turistas. Doctores. Chefs. Artistas. Ahora quieren la sal de verdad. Dicen que les hace sentir mejor. Tal vez sea cierto. O tal vez sólo sea cuento”.
Se ríe, enderezándose, con la canasta ya vacía y lista para otra ronda.
“¿Pero sabes qué? Está bien. Los cuentos también curan”.
Lo sigo hasta donde la sal se está secando, brillando blanca bajo el sol, con lonas extendidas sobre las salineras como velas esperando un viento que nunca llega. Cada montón cuenta una historia de trabajo, de prácticas ancestrales que se niegan a desaparecer.
Detrás de nosotros, alguien empieza a tararear una melodía; una canción maya antigua, dice José, que ha pasado de generación en generación. El paisaje, teñido de colores por los microorganismos en las charcas, parece moverse al ritmo.
La sal resplandece. El aire es denso. Y en algún rincón del viento, el pasado se agita.
Antes de irme, le pregunto a José qué lo mantiene aquí después de tantos años.
Se encoge de hombros y sonríe, bajándose la gorra para protegerse del resplandor.
“Aquí es donde vive la sal”, dice. “Y donde vive la sal, vivimos nosotros”.
Visita las salineras de Xtampú en la costa norte de Yucatán
Para quienes sienten curiosidad por presenciar el legado maya cristalizado en estanques de sal resplandecientes, Xtampú es una invitación abierta. Los visitantes pueden caminar entre las salineras, aprender sobre las técnicas ancestrales que aún se utilizan hoy en día, e incluso escuchar las historias directamente de José Guadalupe Chi Aké. Entre canastas de sal y golpes de machete, José también hace de guía con pasión, ofreciendo recorridos íntimos por una cuota simbólica de entre $20 y $100 pesos, dependiendo de tu interés y generosidad.
Es una oportunidad poco común de no sólo ver la historia, sino también sentirla bajo tus pies…y saborearla en tu paladar.
Solo no olvides el bloqueador solar…y tal vez, un poco de sal para el camino.
*Nota: La sal refinada, también conocida como sal de mesa, suele contener agentes antiapelmazantes (considerados seguros en pequeñas cantidades) y yodo añadido, un elemento necesario para la función tiroidea. Sin embargo, este tipo de sal ha sido despojada de rastros de minerales naturalmente presentes como el magnesio, potasio y calcio. No existe evidencia científica concluyente de que una sea más beneficiosa (o dañina) para la salud humana que la otra.
Publicado por primera vez en la revista impresa y digital Yucatán Today, edición no. 450 de junio de 2025.

Autor: Mark Viales
Periodista internacional independiente proveniente de Peñón de Gibraltar. Un cantautor con pasión por los viajes, y con dominio de cuatro idiomas.
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