Vine a Yucatán desde Mississippi por primera vez en 2011 por un agotador verano de arqueología. Eran días calurosos de jornadas de trabajo agotadoras (y a veces aburridas) en las que medía, dibujaba y fotografiaba artefactos. También etiquetaba miles de piedras. El equipo y yo excavamos el suelo de una casa de piedra de tres habitaciones en Kaxil Kuic. Cavamos hacia el inframundo.

Encontramos principalmente ofrendas rituales. Recipientes de cerámica, platos y ollas llenas de restos de comida (una cena de tierra para cuando los desenterré); piedras especiales y herramientas líticas como hachas de mano; dientes y otros huesos que estaban en tan mal estado que parecían pequeñas hojas de papel rasgado. Aprendí que los huesos se habrían agrupado y funcionaban como el alma de la ofrenda, y que el cráneo y los huesos largos, como el fémur, eran los más importantes. Cuando una familia construía una casa nueva, colocaban los huesos de sus antepasados ​​en las ofrendas, bendiciendo así al mismo tiempo el hogar y venerando a los muertos.

Mi mente estaba consciente con la realidad de lo que se vivía, hace más de 1,000 años, con lo que desapareció y con lo que queda. Las cestas y los cuerpos, comida y leña. Desmontamos las ofrendas con extremo cuidado, colocando los artefactos en bolsas de plástico con etiquetas detalladas. Algunas de las piezas viajarían a los laboratorios para realizar estudios químicos, mientras que la mayoría pasarían el resto de su existencia dentro de cajas de plástico, cuidadosamente colocadas en cuartos oscuros de almacenamiento, desenterrados y desinfectados.

Desde el comienzo, me sentí en conflicto. Regresé a Yucatán a trabajar como arqueóloga durante cinco temporadas de campo más, excavando alrededor de 10 estructuras y probablemente 15 ofrendas, y en 2015, llegué a mi límite: había desenterrado demasiados muertos. Decidí que era una antropóloga más que una arqueóloga; una escritora más que una científica. Así que decidí vivir en Yucatán de tiempo completo, dedicando mis estudios a los mayas vivos y, con el tiempo, haciendo aquello con lo que todos los antropólogos sueñan: convertirse en nativos. Ahora, amo en español, y paso la mayor parte de mi tiempo con los yucatecos.

El año pasado, cuando llegó octubre, me preparé para el Día de los Muertos como cualquier otro yucateco. Meses atrás, había perdido a dos amigos de toda la vida por la crisis de medicamentos prescritos en los EE. UU., y la muerte me pesaba mucho. Lloré días y días, enojada con su muerte.

Mi novio yucateco y su familia me llevaron al mercado en Hunucmá. Compramos flores, panes y dulces, velas y el famoso «pib«. Colocamos cuidadosamente cada elemento en un amplio altar en nuestra sala e iluminamos un camino con velas, para que nuestros muertos pudieran encontrar el camino. Puse un cigarrillo con un encendedor para Matthew y un trago de tequila para Wes. Coloqué rollitos de fruta (roll-ups) y tartas rellenas de canela con azúcar morena (pop-tarts).

Quemé copal en honor de los antiguos muertos que había desenterrado, y por primera vez sentí que lo entendí. Estaba creando exactamente lo que había desenterrado una y otra vez. Estaba creando y viviendo un ritual sagrado.

Por Amanda Strickland

Fotos Allie M. Jordan

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