El universo, según los mayas, como se reconstruye comúnmente, está dividido en cuatro partes, con un eje central que une los niveles cósmicos, la tierra y el inframundo.

La superficie de la tierra se describe como un cuadrilátero dividido en cuatro rumbos: norte (blanco), sur (amarillo), este (rojo) y oeste (negro), con un centro claramente marcado. El nivel celeste también está dividido en cuatro partes sostenidas por deidades: los bakab o pawajtuun. En el centro del cosmos se yergue una gigantesca ceiba cuyas raíces se plantan en los nueve pisos del inframundo, su tronco atraviesa el nivel terrenal y su follaje alcanza los trece cielos. Existen diversas deidades en cada nivel del cosmograma y ciertos humanos pueden interactuar con algunas de ellas. La medicina es una de estas interacciones, y requiere de la comunicación entre deidades y plantas para poder recuperar un equilibrio en la salud.

Una tarde, don Tiburcio Tzakum Cab (qepd), el curandero y brujo de Catmis, Yucatán, me platicó que cuando su mamá estaba embarazada de él, se escuchó que gritaba y lloraba desde el vientre de su madre. Esa fue señal de que nacería con el don para sanar, para ver cosas que otros no pueden ver y que podría hacer mucho bien y también mucho mal.

Según Javier Hirose,

Los médicos tradicionales mayas consideran que para curar hay que nacer con el “don”, el cual puede manifestarse mediante distintos signos: el dormir con los ojos entreabiertos o moverlos mientras se está dormido, tener los ojos claros (por su asociación con Zamná, el personaje mítico de ojos claros que fundó Izamal), la presencia de dos remolinos en la cabeza (el suuy, ubicado en la mollera) y el ser retraído durante la infancia (manteniéndose alejado de los demás niños y permaneciendo en estado meditativo aunque en diálogo con sus “siete espíritus” que lo acompañarán durante el resto de su vida). El que el bebé hable o llore (tres veces) estando todavía dentro del vientre materno se toma también como una señal de predestinación, mientras que la facilidad e interés que muestre el niño por aprender los nombres y las formas de preparación de las hierbas medicinales es también un importante referente (Hirose 2008:78-79). De manera similar, De la Garza indica que las personas destinados a poseer el don pueden manifestarlo de diversas formas, “tener dos remolinos en la cabeza, que indica que es bueno y malo; hablar o llorar en el vientre de su madre; dormir con los ojos entreabiertos y moverlos mientras duermen; tener los ojos claros […] Asimismo, el don puede revelarse en un sueño” (De la Garza 2012:230).

Como sanador, don Ti podía tener acceso a los niveles del cosmograma maya para interactuar con las deidades necesarias que pudieran devolver la salud a la persona que padecía malestares o había adquirido alguna enfermedad (que también pudo haber sido causada por deidades).

Don Tiburcio tenía cuadernos de historias y plantas medicinales, en los cuales dibujó a color las plantas que utilizaba para curar, con una descripción detallada de sus usos y métodos de preparación. Durante mis visitas a su casa, compartía que nacer con el don implicaba una gran responsabilidad por mantener un balance entre el bien y el mal y la importancia de sanar y de no hacer maldades.

A don Ti, lo conocí a sus 99 años: curandero, yerbatero, brujo, escultor, artista e historiador. Disfrutaba enseñarnos la cueva que tenía en su casa y desde ahí sentarnos a platicar historias de su vida, de su familia, de su pueblo y de las creaciones que había logrado a lo largo de su vida.

La historia de Tiburcio se publicó en 2013 para cumplir su deseo de dar a conocer su don de curar así como también de sus talentos artísticos.

Editorial por Andrea Medina

 

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