
Es que al narrar en nuestras tierras de América, se entretejen la realidad y el sueño, la razón y la imaginación, la historia y la fábula, la vida y la muerte para llegar a conformar un tapiz suntuoso, mágico y alegórico, conceptual y, por momentos, culterano.
Y resulta que para Carpentier lo maravilloso en Hispanoamérica se hallaba por todas partes: a la vuelta de cada esquina; en el desorden; en lo pintoresco de sus ciudades, sus pueblos y su gente; en la naturaleza, y también en su historia.
Don Chucho, como se le conoce a Manuel Jesús Vázquez, puede dar fe de ello. En él se encierra esa maravilla tan nuestra que le ha permitido a un eterno enamorado de la naturaleza, de oficio jardinero, investirse de escritor para brindarnos el privilegio de leer La narración de nuestros antepasados.
Ahora, sin más preámbulos, Eclipse de Luna, el primero de los trece relatos recogidos en dicho volumen:
«¡Santísima, hoy hay eclipse de Luna! Niños, busquen el balde viejo, el caracol, la botella vieja, que vaya uno de ustedes junto al árbol seco y agarre el katun (molinete de piedra) para golpearlo. ¡Já’a! Tú, ‘Chocolín’, anda a avisar a los vecinos…
«Ustedes, amarren al perro, porque si no lo hacen se convierte en monstruo y les va a comer», decía angustiada Doña Trifina a sus nietos.
La abuela observaba las sombras que iban cubriendo a la Luna, y gritaba desesperada para que sonaran el chicote, e insistía que no dejaran de hacer ruido.
A lo lejos se podían escuchar disparos de escopetas, soplidos de caracol, sonido de latas viejas…Todo con la sana intención de salvar a la Luna.
Para nuestros ancestros Mayas, los eclipses de Luna y de Sol representaban acontecimientos de gran importancia con repercusión en sus actividades agrícolas. Además, creían que cuando ocurría un eclipse indicaba que al astrose lo estaba comiendo un animal. Esa era la causa de que se escucharan disparos de escopetas, cohetes, petardos, bombas con morteros o ruido de latas.
Después de Eclipse de Luna, siguen desfilando costumbres a través de las páginas de La narración de nuestros antepasados. Entre las que figura el jéets méek, manera de denominar al bautizo tradicional de los Mayas en Yucatán. Esta tradición, que ha llegado hasta nuestros días, consiste en cargar al recién nacido a horcajadas sobre la cadera con el objetivo de abrir su entendimiento.
En el caso de un niño, se realiza al cumplir los cuatro meses, pues el número cuatro significa los cuatro puntos cardinales de la milpa que cultivará. Mientras que para una niña es a los tres meses, simbolizando el número de piedras del fogón de la cocina.
Durante el acto de bautizo, el padrino o madrina -en dependencia de si se trata de un niño o niña- carga a su ahijado y le va mostrando una serie de utensilios, que serán importantes en su vida adulta, con las recomendaciones para su uso.
La ceremonia concluye cuando los papás del bautizado ofrecen algún obsequio a sus compadres como muestra de agradecimiento. Por su parte, los padrinos hacen otro tanto con su ahijado, e invitan a los padres a un pequeño manjar, consistente en gorditas hechas de masa y pepita (xtóop) y atole de masa bien cocida (k’áaj).
Se considera que el rito ayuda a abrir los huesos de la cadera del niño, y de ese modo logran caminar bien y rápido. Por eso, cuando un padre observa a su hijo lento al caminar, lo regaña y le dice: «No te hicieron bien el jéets méek por tu padrino».
Texto por:
Yurina Fernández Noa
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